Ya hace unas décadas, en especial a causa de la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008, parte de nuestras elites exhibe su admiración por China. Alén de las cantidades económicas, les joya el orden y la jerarquía dominante en el país asiático, en oposición al caos popular y político de los países occidentales.

De esta manera, entre varios otras caracteristicas, se detallan impresionados por la efectividad de un gobierno fuerte, con la capacidad de comprender y atender las esperanzas de sus ciudadanos, sin la necesidad de asumir los costos y servidumbres de una democracia parlamentaria. Un no perder el tiempo y también ir al grano que se ha podido revisar en la forma triunfadora de emprender la pandemia en sus comienzos: medidas radicales y nada de ofrecer explicaciones superfluas al parlamento o la población.

No obstante, desde meses atrás estas varias voces se han acallado. Lo despiadado del régimen se patentizó en el reciente Congreso del Partido Comunista, en que el expresidente Hu Jintao fue verdaderamente arrastrado fuera de la salón para mayor escarnio público, mientras que Xi Jinping iba sendero de perpetuarse en el poder. Simultáneamente, China se ha sumido en un caos popular y económico por los nuevos brotes de covid, exponiendo hasta qué punto su dureza para enfrentar la pandemia ha resultado de una gran insuficiencia. En el final resulta que, con sus métodos, los estados de derecho no solo intentaron respetar la independencia ciudadana a lo largo de la pandemia, sino su administración sanitaria ha acabado por ser considerablemente más exitosa.

El profundo malestar occidental no se reconducirá imitando criterios y métodos chinos. La solución reside en recobrar viejos equilibrios económicos y sociales que felizmente abandonamos hace unas décadas, persuadidos de que una globalización tan acelerada como desregulada nos llevaría al mejor de los mundos. De este modo nos encontramos. Y cuanto mucho más veamos a China, peor vamos a estar.