Resulta conveniente dejarlo claro desde el comienzo. In media res. Nick, la favorecida asamblea de la obra completa redactada en colaboración entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares que termina de difundir en España la editorial Lumen, es un asombroso festín literario. Un cofre nutrido y fantástico donde 2 de los mayores escritores argentinos del pasado siglo se desmienten a sí mismos y, gracias al arte de la metafísica de la frivolidad, tan incomprendido, edifican entre los panoramas creativos mucho más atrayentes de los métodos de narrar en castellano. ¿El procedimiento? Risa y juego. Impertinencia y un juego máscaras incesante. Hedonismo, maldad y sintonía.

La pareja, cerca del como viraba la élite de la intelectualidad criolla de principios del XX, empieza a divertirse con las expresiones con un fin completamente banal –redactar un folleto para promocionar la leche cuajada La Martona, desarrollada por la compañía láctea de ese aristócrata gamberro que siempre y en todo momento fue il cavalieri Bioy–, se traslada acto seguido a la narrativa –ahí están los diferentes libros de cuentos que primero firman con los pseudónimos de Honorio Senos Domecq y Benito Suárez Lynch; y después con sus genuinos nombres– y acaba ensayando con el séptimo arte a través del lacónico género del guion cinematográfico.

Razonamientos, tonos, individuos. Borges y Bioy lo prueban todo, amparados en el anonimato (relativo). Adoptan, en las cenas y encuentros nocturnos que festejaron a lo largo de cinco décadas en el departamento bonaerense o en la quinta de la familia Casares, el papel oficial de Jekyll y la obscura personalidad de Hyde, el personaje de su adulado Robert Louis Stevenson. Ensayan, desbarran, despliegan una tradición propia llevada a cabo con subgéneros –el cuento policiaco, el costumbrismo burlesco, la novela televisiva por entregas, el aviso promocional– y, como es natural, se contrarían. El libro de Lumen, prologado por Alan Pauls, es una especide de laboratorio. Exhibe esta segrega tarea de taller, la carpintería íntima, de 2 tipos capaces de extenderse en un imaginario tercer escritor (con nombre dinámico) que, como afirmaría San Agustín de Hipona, es al mismo tiempo la suma de ellos 2 y no está en ninguno de los dos completamente.

Pauls detalla esta literatura en colaboración entre Borges y Bioy, acogiéndose al término de Theodor Adorno, como una exhibe de estilo tardío, que es el que alcanzan los artistas en el momento en que son dueños absolutos de sus elementos y, una vez hollada la cima de su arte, deciden desvariar, volverse locos y reírse en los funerales a los que asisten. El símil es efectista, pero, a nuestro juicio, inexacto. Si la obra a 4 manos entre los progenitores de Senos Domecq y Suárez Lynch encierra una carcajada, cosa que absolutamente nadie que haya leído estos antojos puede ignorar, la intención de la risa es, por supuesto, temprana. En lo más mínimo semeja crepuscular.

Bustos Domecq 2

Borges y Bioy escriben juntos a fines de los años treinta el iniciático folleto sobre la leche cuajada, una parte de forma involuntaria vanguardista que usa los infalibles elementos de la amplificación oratoria para animar un fundamento prosaico, mezclando sus diferentes estilos en un acto de contraste –todavía no cabe charlar de fusión completa– que les logró interrogarse sobre los infinitos matices de la enunciación cruzada. Cada uno de ellos era ahora el señor de su voz. Borges, deslumbrado por su talento verbal, es la síntesis desconcertante entre una impresionante épica imaginaria (incubada en su doble origen familiar) y la destilación aristocrática de la civilización habitual. Bioy, hondo partidario de la naturalidad, es devoto del narrador invisible. Uno escoge la dicción de Quevedo; el otro, el sobrio decir cervantino.

Sorprendentemente, de la suma de los dos métodos de redactar no aparece una tormenta, sino más bien un aparato literario inteligentísimo, seductor, donde los excesos particulares liberan un juego de contrapesos –la balanza cae en ocasiones de un lado y en otras oportunidades carga sobre el contrario– hecho de tentativas, arrepentimientos, gracietas (para iniciados), símbolos y el eficaz encanto del pasticcio. Nick encierra la caja de entretenimientos de 2 hombres cultos que, igual que Cervantes en el alegato del Quijote sobre la Edad de Oro, se reían de la oratoria excesiva por el trámite de exagerarla. Hartos de representarse a sí mismos, deciden ejercer como falsos entusiastas. Se dieron cuenta que se le pasaban a lo grande. Sus libros lo prueban.

bioy borges nuevos cuentos de bustos domecq

Bioy confesó –lo cuenta Pauls en la introito– que tras redactar à deux el folleto sobre la cuajada “era otro escritor”. No es inverosímil que a Borges le sucediese algo afín. Que este prodigio tuviese su génesis merced a la composición de un “estudio dietético sobre las leches ácidas” –de esta forma se subtitula el mensaje que acompañaba a las cuajadas en los mercados y las tiendas populares de atestes– ilustra sobre el poco boato que necesitan los auténticos ensayos literarios. Esta parte, que clausura la edición de Lumen, y que quizás debería haberla estrenado, tiene el tono –tan costoso para Borges– de las primitivas enciclopedias de inicios de siglo. Un remedo de alta cultura en un odre fundamentalmente sine nobilitate.

Para vendernos las saludables virtudes de la leche y prescribir las bondades de consumirla  por lo menos 2 o tres ocasiones cada día, los escritores apelan a la autoridad de Elías Metchnikoff, subdirector de los laboratorios Pasteur, recurren a su teoría sobre la vejez, alertan sobre la catástrofe que traen las intoxicaciones intestinales, cuentan (en francés y también italiano) bibliografía y se remontan a Matusalén, los egipcios, los helenos, los tártaros, los armenios o los bretones para ennoblecer el consumo del acidificante lácteo, comparándolo con el iogur o el kefir. “Quien tiene salud tiene promesa, y quien tiene promesa lo tiene todo”.

Anuncio comercial de la leche cuajada La Martona

Aviso comercial de la leche cuajada La Martona

El prospecto para las lecherías porteñas fue un fracaso comercial pese a fatigar (ese verbo tan borgiano) las pretensiones higiénicas de las clases medias y altas de Buenos Aires. Pero para los dos quizá supusiese algo mucho más trascendente. Un hallazgo azaroso: el desconcertante efecto que se derivaba de conjuntar las variantes del charla –formal, habitual, simple o vulgar– sobre referentes inopinados. Senos Domecq y Suárez Lynch, al lado del resto de letras y números falsos de los libros de cuentos que forman el abultado de la saga Borges, Bioy y Cía, son iluminados a través de una separación del decoro de la oratoria tradicional.

Lejos de ser un diversión despiadado de sobremesa o un fácil producto de gabinete, esta literatura en colaboración, prolongada a lo largo del medio siglo de amistad entre los 2 autores, es un desafío realmente serio, más allá de que se camufle bajo los ropajes del humor y de la risa. Nicanor Parra escribió que la genuina responsabilidad es cómica. Borges y Bioy practicaron esta filosofía tracendente sin reposo, escogiendo para llevarlo a cabo subgéneros periféricos a la noble tradición literaria y también inferiores en excelencia, según la teoría tradicional del estilo, a la poesía o la catástrofe. Optaron por el cuento policiaco y de secreto, la escritura fílmica y la relojería del prólogo, ese arte tan helvético. La oralidad y la muy, muy alta sátira. La prosopopeya y el talento.

Isidro Parodi

En Seis inconvenientes para Isidro Parodi (1942), la primera compilación narrativa que los dos firman como Senos Domecq, “bicho feo, poeta aficionado, defensor de pobres, inspector de enseñanza, ventajero, egoísta, tránsfuga, mentiroso, fanfarrón y casanova económico”, quien muestra la sextina de fábulas es Gervasio Montenegro –personaje de “cansada distinción” que protagoniza entre los cuentos–, fingiendo la impostada condición de académico. La parte es un prodigio. En ella se nos muestra a Parodi, peluquero del Sur de Buenos Aires, encarcelado por un delito que no cometió, reo de un caso de corrupción policial, como un detective sedentario, siempre y en todo momento cebando mate en una lámpara celeste, en cuya celda –la 273– recibe a víctimas de celadas, trampas y secretos, que peregrinan en pos de la solución de su caso. Un Sherlock Holmes alérgico a la abundante cháchara porteña con traje de preso.

Los cuentos de Parodi tienen la composición principal del género detectivesco –formulación del secreto, puesta en escena y resolución súbita– pero se separan de “las torvas consignas del mercado anglosajón” para sopesar a “un héroe argentino en niveles enteramente argentinos”. Borges y Bioy, ayudados por la deformación de la caricatura, se burlan de este modo del nacionalismo cultural, ofuscado con un costumbrismo contradictorio que mezcla distintas registros idiomáticos. Hay individuos en estos cuentos que recuerdan a las criaturas y fieras de suburbio construídas por Roberto Arlt, la némesis de Borges y Bioy. Son arquetipos impulsados por la fecunda combinación de diferentes maneras de charlar, donde la dicción particularmente lunfarda se entrevera con anglicismos y galicismos, signos de una falsa modernidad.

Alias, Borges y Bioy

La asociación se aleja de ser gratis. Borges le manifiesta a Bioy a inicios de los setenta, en el momento en que ahora había tomado una alguna distancia con los primeros contenidos escritos compuestos entre los dos, su desconcierto por haber escogido registros literarios impuros para estos libros de situación: “Qué extraño que nos dediquemos a redactar mal”. Es precisamente exactamente la misma recriminación que académicos y escritores de salón hicieron a Arlt, carente de una estirpe familiar y cultural, formado en las calles y en el arte bizarro de la literatura (bandorelesca) de folletín: “Dicen de mí que escribo mal. Es viable. De cualquier forma, no tendría contrariedad en refererir a abundante gente que redacta bien y a quienes solo leen adecuados integrantes de sus familias”.

El primer Senos Domecq destila un inequívoco aroma arltiano, tal y como si Borges y Bioy imitasen, amparados en el misterio de la máscara, a su mucho más incomprendido contrincante. Transcurrido un tiempo, estas narraciones en comandita, ciertas de ellas referenciadas a Suárez Lynch, acólito (ficcional) de un Senos Domecq ahora completamente irrefrenado –“agárrense, marmotas, que en este momento les enseño el dulce de leche!–, o rubricadas con el nombre de sus genuinos autores (como pasa en las Crónicas o los Nuevos Cuentos), adoptan otros tonos, siempre y en todo momento inquietantes, como la distopía política, la sátira artística o la carnalidad liberada. La celebración de los monstruos es el ejemplo categórico: cuenta como una turba de entusiastas, devota de un líder populista, lapida a inmigrantes judíos. Escrito a lo largo de la etapa mucho más temprana del peronismo, esta historia contra los espectros del nacionalismo trabaja con la fértil intuición de hechos que todavía no se han manifestado con plena intensidad sobre el ámbito público.

Borges Bioy

La colaboración entre Borges y Bioy desemboca, como ahora hemos adelantado, en la escritura cinematográfica. Juntos escribieron los guiones de Los orilleros y El paraíso de los fieles y los razonamientos de Invasión y Los otros. El directivo Hugo Santiago rodó largos con los 2 últimos contenidos escritos, al paso que los primeros fueron recogidos en 1955 en un volumen en cuyo prólogo, de datación contradictoria, Borges y Bioy declaran su preceptiva sobre el cine:

“Los 2 largos que tienen dentro este volumen admiten, o desearon admitir, las distintas convenciones del cinematógrafo. No nos atrajo al escribirlos un propósito de innovación: emprender un género y también crear en él nos pareció excesiva temeridad. El lector de estas páginas encontrará, de forma previsible, el boy meets girl y el happy ending o, como ahora se ha dicho en la Epístola al magnífico y victorioso señor Cangrande de ella Scala, el tragicum principium et comicum finem, las peripecias peligrosas y el feliz desenlace. Es realmente posible que semejantes convenciones sean reprochables: en lo que se refiere a nosotros, hemos visto que los largos que recordamos con mucho más emoción –los de Sternberg, los de Lubitsch– las respetan sin mayor desventaja”.

Invasión, borges y bioy

Borges y Bioy aceptan las reglas (melodramáticas) de la escenificación pues son siendo conscientes de que estas restricciones del género –los individuos huecos, las ocasiones efectistas, los efectos dialogados, la contención verbal, la necesidad imperiosa de hallar la identificación del espectador– forman una parte del código habitual. “Sospechamos que la última razón que nos movió fue el anhelo de cumplir de alguna forma con algunos arrabales, con algunas noches y crepúsculos, con la mitología oral del valor y con la humilde música valiente que recuerdan las guitarras”. Todo lo mencionado está condensado en la Milonga de Manuel Flores, donde Buenos Aires se transforma en Aquilea, y un hombre, solo, piensa en su muerte.