Hace unos días, una muchacha llamada Valeria Castro publicaba un tweet en el que afirmaba que, tras haber compaginado estudios y trabajos desde los 13 años, haberse quedado tuerta a los 21 y haber montado a los 26 una compañía de juegos para videoconsolas con mucho más de 20 trabajadores a su cargo, había comprado, a sus 34 años, su primera vivienda. Todo ello siendo hija de inmigrantes de clase baja. El tweet, que alcanzó una destacable viralidad, parecía exhibir el justificado orgullo por haber superado, merced a su perseverancia, todos y cada uno de los óbices que se le habían anunciado por el sendero. Parecía un elogio al esfuerzo. No obstante, en las respuestas al tweet, la joven había anunciado un hilo en el que aseguraba, en un inicio, que sus logros no se debían a la llamada «cultura del esfuerzo», sino más bien a la educación y sanidad públicas. Asimismo a su sabiduría. Esos fueron los primeros tweets del hilo, tras los que publicó otros en los que matizaba su posición: la educación y la sanidad públicas por el momento no parecían las causas directas de sus logros, sino más bien condiciones de oportunidad; su esfuerzo sí que parecía tener algún género de relevancia en la consecución de sus propósitos, pero eso no garantizase el éxito, como lo probaba dado que muchas otra gente perseverantes no alcanzaran sus misiones; asimismo charlaba de la fortuna como otro aspecto con una incidencia capital. Y, mientras que leía esos matices, pensaba en que los tweets en los que aclaraba su posición impugnaban la simplificación de los tweets iniciales. Ella no había logrado todo aquello de lo que se sentía orgullosa solo merced a la educación y la sanidad públicas. Tampoco gracias, de forma exclusiva, a su sabiduría (a propósito, escasas cosas mucho más afines a los permisos de clase que la lotería genética: no hay nada menos igual que nacer con una sabiduría o un talento destacables). El azar, del mismo modo incontrolable y selectivo, asimismo jugaba un papel esencial. Al fin y al cabo, la joven Valeria nos decía que el éxito es dependiente de la conjunción de situaciones muy complicadas, muchas de las que escapan a nuestra intención. Sabia lección de vida. No obstante, ¿se podía eliminar el ahínco de la ecuación? Si se hubiesen dado el resto de situaciones, pero hubiese fallado el tesón, ¿habría logrado la joven sus propósitos? ¿Por qué razón, si el ahínco no influía, había remarcado tanto en su primer tweet las adversidades a las que había hecho frente? ¿Quizá tenía mérito haberlas superado? ¿Y qué le había tolerado superarlas? ¿Sería igualmente meritorio que hubiese desarrollado su compañía con el dinero de sus progenitores? ¿Qué le dejó, entonces, montar su negocio sin tener elementos iniciales y marcar la diferencia de esta forma de un niño de papá? Yo asimismo soy hijo de inmigrantes, de un albañil y una limpiadora. Y nieto de chabolistas andaluces y extremeños. Un charnego nativo de Cataluña, con lo que eso significa. Las cartas no me eran muy convenientes. Yo asimismo tuve suerte. Primero, por el hecho de que siempre y en todo momento mostré sencillez para los estudios. Segundo, pues mis progenitores se pasaron la vida sacrificándose para podernos abonar a mi hermano y a mí una carrera. Yo soy nieto de quienes no tenían nada. Y he logrado ser instructor de secundaria. ¿De qué forma les digo a mis estudiantes con menos elementos que no merece la pena esforzarse? ¿De qué manera renuncio a decirles que ellos, que juegan sin red de seguridad, solamente tienen su esfuerzo para procurar acortar la brecha? Me cuesta comprender que sea exactamente la izquierda, o una parte de la izquierda, la que nos desee quitar uno de nuestros elementos mucho más importantes para batallar la desigualdad de origen. No comprendo que sea la izquierda la que nos desee insuflar esa clase de determinismo nihilista. Y la cuestión es que, si nos ponemos metafísicos, yo tengo una visión mucho más bien determinista de la presencia: todas nuestras actitudes estaría alentada por una confusión de infinitas relaciones causa-efecto de la que no podríamos huír. Pero, como esa confusión es inextricable, mejor vivir pensando que todos nosotros es un Segismundo cuya intención puede ponerse en contra a los astros, por mucho que estos inclinen la balanza. Por el hecho de que solo nos queda nuestra intención y nuestro esfuerzo para creernos libres, si bien la derrota siempre y en todo momento asome en el horizonte.