Hay un extraño empeño en sostener viva la memoria del dictador y el entramado de su régimen. Se aúna el señalamiento, con contumacia y alevosía, a quienes son o habrían de ser sus albaceas ideológicos y herederos patrimoniales, familia aparte. A esa terquedad se añade el reduccionismo contemporaneísta, muy practicado entre varios historiadores, políticos y cronistas, con el que se quiere jibarizar la crónica de España al siglo XX. Desde ese criterio, todo cuanto sucedió antes de 1931 solamente tiene predominación en el planeta de hoy, entonces es prehistoria, y como tal ha de ser estudiada o famosa.

De esta manera, la memoria histórica y democrática se disminuye a la Segunda República y la guerra civil, a la opresión del franquismo y a su oposición. Aún mucho más, un popular directivo general de memoria histórica de la Junta de Andalucía, en tiempos de la coalición PSOE-IU, aseveró públicamente y sin complejo alguno que su propósito era hallar que se impartiera esa historia como “memoria única” en los centros institucionales.

A este subjetivo memorialismo se aúna la interpretación de Tenemos la posibilidad de, según la que es patraña que hubiese una Transición. No niegan que se generase un cambio de Régimen, pero este se realizó sin “transicionar”. Por eso el llamado por ellos “Régimen del 78” tenga dentro, aún, el previo, el preconstitucional. Entre los razonamientos de esta interpretación es, según los podemitas, la continuidad de herederos de poderosos franquistas adelante de la economía o de la justicia de España. Y por si acaso no se hubiesen dicho bastantes despropósitos, Nuñez Feijóo se despacha con la frívola definición de la guerra civil y el franquismo como “una batalla entre nuestros abuelos y bisabuelos que se brindaron después la mano”, de este modo, sin más ni más, tal y como si ese definitivo conflicto armado y la posterior dictadura nacionalcatólica hubiese que recordarlos como un cúmulo de batallitas contadas por (bis)abueletes sentados en un banco que después se toman un ñato.

La contestación instantánea de unos fué acusar de franquista al PP por sus orígenes. El recurrente razonamiento tiene prácticamente exactamente la misma base que apuntar a una parte de los líderes del PSOE o del PCE de la Transición por ser hijos de familias muy favorecidas en la dictadura. Se podría proseguir recordando a los alcaldes falangistas reconvertidos en ediles catalanistas de Convergència i Uniò y a sus hijos o nietos afiliados a ERC o al PSAN, y continuar con los cientos de descendientes de carlistas que entraron en PNV, ETA y HB.

Ni la Alemania nazi desapareció tras su derrota en 1945, ni la España franquista se evaporó inmediatamente con la desaparición del dictador en 1975. En la vida política y diaria de la Alemania federal, la numerosísima población que había cooperado con el nazismo administró en privado o públicamente su cooperación, en la medida en que de manera oficial habían sido derrotados. No se ocultaron, varios prosiguieron haciendo un trabajo como gobernantes del nuevo Estado occidental. Un conocido ejemplo fue el de los renovados embajadores, un cuerpo diplomático que continuó con mayoría absoluta de viejos nazis. De qué manera olvidar al nazi Kurt Waldheim que llegó ser Secretario General de la ONU entre 1972 y 1981, y presidente de Austria de 1986 a 1992.

En la vida política y diaria de la España democrática, la numerosísima población que había cooperado con el franquismo asimismo administró en privado o públicamente su cooperación, si bien de manera oficial no hubiesen sido derrotados. Prácticamente todos siguieron al servicio del nuevo Estado democrático. Un caso de muestra fueron los alcaldes que prosiguieron adelante de sus pueblos, o ciertos procuradores que se reconvirtieron en miembros del congreso de los diputados. De qué manera olvidar al falangista Samaranch que llegó a ser presidente del COI entre 1980 y 2001, clave para la celebración en Barcelona de los Juegos Olímpicos en 1992.

Es indiscutible que en los últimos tiempos varios de los nietos de esos franquistas, han reactivado con intensidad la vía del nacionalismo, punto de acercamiento de ultras populistas. Pero inferir por eso, tras 40 y cinco años, el franquismo prosigue como régimen o ideología es un dislate. El franquismo del que unos pocos presumen o el que, desde las izquierdas, apuntan como herencia viva entre otros muchos muchos es una exclusiva invención, es el resultado de una lectura sesgada y simplona de la Historia, si quizá no es pura y fácil ignorancia.

El término “franquismo” en boca de políticos de cualquier signo ideológico es una caricatura de su contenido histórico, es un recurso discursivo para esos que no tienen razonamientos o precisan ocultar sus tics déspotas señalando los del contrincante. Ni Franco vive, ni el franquismo sigue con vida, ni afortunadamente se le espera.