A causa de un reportaje sobre William Friedkin visto en Movistar y en el que el director estadounidense manifestaba su admiración por su compañero francés Henri Georges Clouzot (Niort, 1907 – París, 1977), de cuya obra El salario del temor (1953) había rodado un remake que le procuró la ruina comercial, volví a meditar en el señor Clouzot y también, aun, a observarlo bajo otra luz, bastante mucho más oblicua y sórdida de lo que sus películas parecían insinuar. En fachada, Clouzot era un señor muy aficionado a leer novelas policiacas al que se le daban realmente bien los thrillers, como probaba en especial aquella pesadilla ética llevada a cabo celuloide que fue Las mefistofélicas (1955), fundamentada en una novela del imbatible tándem Boileau – Narcejac, pero si rascabas un tanto en sus largos, asomaba una visión de todo el mundo entre fatalista y deprimente que entonces terminó heredando su compatriota Claude Chabrol (París, 1930 – 2010): no es nada extraño que este acabara llevando al cine un guion de Clouzot, que este no había logrado alzar, L’enfer (1994).

Como su aventajado alumno, Clouzot se especializó en retratar sitios y ocasiones que dejaban al descubierto sus negros pensamientos sobre la condición humana. Lo logró ahora en 1942 con El asesino vive en el 21 y en 1943 con El cuervo (cinta que mostraba la pobreza ética de los pobladores de una pequeña ciudad francesa, tema que hace aparición de manera permanente en la filmografía de Chabrol, a propósito). Desgraciadamente para él, las dos películas fueron producidas por Continental Largometrajes, compañía construída por Joseph Goebbels a lo largo de la ocupación alemana de Francia, lo que, concluida la Segunda Guerra Mundial, dejó a Clouzot en una situación no muy respetable ni favorable merced a la que recibió acusaciones de colaboracionismo (lo mismo le pasó a Hergé, el padre de Tintín, por continuar dibujando las aventuras de su héroe bajo la supervisión teutona en Bélgica). Unos años después fue rehabilitado y logró rodar sus 2 piezas maestras, El salario del temor y Las satánicas, pero su etapa bajo el mando de Goebbels le dejó marcado para toda la vida.

Escasa seguridad en el género humano

Aparte de la admiración de Friedkin, si volví a Clouzot fue pues hallé en Filmin la última película que rodó, La presa (1968), que sugiero fervientemente a quien no la haya visto, ya que forma una atrayente extravagancia a medio sendero, para comprendernos, entre el Peeping Tom de Michael Powell, la Belle de jour de Luís Buñuel y el Blow up de Michelangelo Antonioni. Los 2 enormes temas de Clouzot como cineasta siempre y en todo momento fueron, a mi parecer, la pobreza ética humana generalmente y la pobreza ética de las relaciones sentimentales particularmente. La presa es la única película que rodó en color nuestro hombre, y entre los bienestares añadidos a su visionado es lo datada que está, lo visible que resulta su ambientación en el París del mayo del 68, en una Francia que no era la de Las mefistofélicas, pero que proseguía ofertando, en este momento en color, la posibilidad para el director de cine de insistir en sus manías de siempre y en todo momento.

Una imagen de ‘La presa’ de Clouzot

La presa avanza en el planeta del arte. Sus personajes principales son un ama de la casa que se aburre y desea ser actualizada a cualquier precio (y a través del sexo, a ser viable), su marido, un artista cinético no muy refulgente, y el galerista de este, un pervertido decadente y voyeur al que es suficiente con ver mostrarse en pantalla para intuir que va a traer inconvenientes al peso a la pareja entregada a la modernidad artística y popular. Nos encontramos frente al habitual triángulo amoroso, pero con unas situaciones mucho más malvadas de lo frecuente. Y si bien ciertas secuencias se resientan de la visión que tiene un señor de 61 años de los recientes usos y prácticas, en la mayor parte se adivina que la película es una exclusiva vuelta de tuerca a las obsesiones comunes del director, que no volvió a rodar nada hasta su fallecimiento nueve años después.

Es posible que La presa sea su obra mucho más ignorada y que se preste a ciertos comentarios irónicos sobre un cineasta al que, en teoría, se le pasó el arroz, pero me semeja una dignísima despedida de alguien que probó en su obra su escasa seguridad en el género humano antes de pasarle el testigo a Claude Chabrol, otro lector incansable de novelas negras, que logró de esa escasa, o nula, seguridad en sus semejantes el leit motiv de prácticamente toda su obra. Como en la Dinamarca de Hamlet, algo olía a podrido en Francia, y allí estuvo Henri Georges Clouzot (y después Chabrol) para plasmarlo en la pantalla.