He leído a lo largo de estos años varios productos sobre Proust y su hallazgo de la memoria automática que inesperadamente se precipita como una vía de ingreso al pasado, de triunfo sobre el tiempo, que es, prácticamente la razón argumentativa de su Tiempo perdido. Con santa mansedumbre –pienso que con miedo a incurrir en herejía– los glosadores comentan la excepcionalidad y el sentido de la obra de Proust repitiendo, sin espíritu crítico ni intención de cuestionamiento, las anécdotas fundacionales sobre la magdalena mojada en la taza de té que tiene el poder de disparar los recuerdos encerrados en el inconsciente, o mucho más allí, del narrador; y sobre la loseta mal calzada en el baptisterio de Venecia que Marcel recuerda –y con esto, todo el viaje que logró años atrás a la localidad de los canales, en compañía de su querida madre– al pisar de forma casual una baldosa asimismo mal calzada en los aledaños del palacio parisiense de la princesa de Guermantes, en el momento en que se dirige a la definitiva y terrorífica “matinée” en su palacio, en el séptimo y último volumen de En busca del tiempo perdido.
Prácticamente resucita la madre merced a ese paso sobre la loseta oscilante. Proust mismo le daba tanta relevancia a su “hallazgo” que próximo estuvo de bautizar su copioso libro, el libro de su historia, el libro con el que deseaba verdaderamente salvar y justificar su declinante vida, El planeta en un tazón de té, o algo similar, según cuenta Alberto Beretta Anguissola.
Ficción libresca
¿No habría que decir, de una vez, que la experiencia de esa “memoria automática” forma parte asimismo al planeta de la ficción libresca, ya que el supuesto aluvión de los recuerdos y la sensación de plenitud y felicidad subsiguiente que Proust predica no se precipitan por mucho que repitamos un ademán de nuestro pasado semejante a el consumo de la magdalena empapada en té?
Tenemos la posibilidad de otorgar que a lo destacado resurge un haragán, borroso recuerdo o 2 (o, bueno, tres o 4) en el momento en que estamos frente a las ruinas de una vivienda que habitamos de pequeños o en el momento en que hojeamos el álbum de fotografías familiar, y basta. El pasado solamente se entreabre y inmediatamente regresa a cerrarse. De ahí no se escapa nada, por mucho más convincente y hermosa y extática que sea la prosa de Marcel. Cabe sospechar que si la proposición con la que funda En busca del tiempo perdido fuera real ahora habría habido ciertos físicos y psicólogos que le hubiesen creado, discutido o afirmado, y ciertos liantes pseudo religiosos hubiesen ordenado sus sectas basado en ella.
El novelista francés Marcel Proust
Habría que decir que a lo destacado esa teoría proustiana podría ser verosímil, en su caso y solo en su caso, caso de que su memoria –su memoria personal– fuera particular y espectacular, pero para colmo aparentemente ese supuesto tampoco marcha: Marcel no tenía buenísima memoria. Pienso que solo Beckett en su ensayo Proust rechazó con desdén el tema de la magdalena.
El próximo día 18 de noviembre se cumplirán cien años de la desaparición, prematura pero sosprechada, del enfermizo Marcel Proust, y las editoriales, asimismo las españolas, ponen a nuestra predisposición distintas ensayos de aproximación a su obra, todos atrayentes por un fundamento u otro. Alguno lo comentamos ahora aquí, en Letra Global. En este momento agregaremos que Barranco hizo una competente selección, obra de Estela Ocampo, de la numerosísima correo de Proust, escogiendo las mucho más importantes en lo que se refiere a su historia personal, sus intervenciones políticas (en especial a causa del caso Dreyfus, que asimismo ocupa un espacio tan señalado en En busca del tiempo perdido), sus críticas sobre arte, literatura, música y sus meditaciones sobre su obra. Para cualquier proustiano es un libro de colosal sugestión y una forma de sostenerse en contacto con él, en su compañía. Si bien para mí la carta mucho más entretenida y característica de la hiperestesia proustiana, entre las miles que escribió, es la que reproduce Cocteau en su Opio (que yo mismo traduje hace unos años para BackList y se publicó bajo el título de Opium).
Un libro trágico o cómico
Elba termina de difundir Proust: guía de la Recherche, del citado instructor florentino, que incluye una corto biografía del creador, un comprendio de la trama de En busca del tiempo perdido basado en los individuos mucho más esenciales de la abundante nómina de la novela, y asimismo ‘ciertas interpretaciones’ sobre esta que dejaron escritas sabios como Antoine Compagnon, Bataille, Deleuze, etcétera. Es entretenido que el instructor Beretta Anguissola, popular, más que nada, y tanto en su país como en Francia, por sus aportaciones sobre Proust y su obra, trate con paternal displicencia a Bernard de Fallois, considerándolo un aficionado lleno de buenas pretenciones pero escasamente académico, en el momento en que la realidad –o al menos, lo que cuenta exactamente el mismo Fallois en sus muy instructivas Seis charlas sobre Marcel Proust (ediciones del Subsuelo)—, merced a la amistad que este trabó con la sobrina de Proust, una mujer nada literaria pero que adoraba a su difunto tío y además de esto tenía un espíritu muy elegante, existe Jean Santeuil, el feto fallido de En busca del tiempo perdido, aparte de otros muchos manuscritos: como en una mala novela de en este momento, la señorita Proust le ha dicho a Fallois “¿sabe usted que en el desván guardamos varios cuadernos y papeles del tío Marcel? Absolutamente nadie los ha mirado jamás, ¿desearía usted echarles una hojeada?” Imagino el estado anímico de Fallois en el momento en que subía las escaleras hacia ese desván…

Jeanne Weil, madre de Robert Proust y del escritor Marcel Proust / FLICKR
Temas atrayentes de estos libros tan instructivos es si En busca del tiempo perdido es un libro trágico o cómico, o ámbas cosas al unísono, o ninguna de ellas, y de qué forma la idolatría snob del joven Marcel por la hermosura, la distinción y las formas de la aristocracia que iba a extinguirse tras la primera guerra mundial, en el momento en que se instauró el impuesto sobre la renta, se decantó en sarcasmo despiadado.
El sarcasmo despiadado de transformar al conde Robert de Montesquiou, que fue el Virgilio de Proust en los salones de París mucho más inalcanzables, nada menos que en el depravado y por último grotesco barón de Charlus; y a madame Verdurin, pensamiento de la vulgaridad, en segunda mujer del príncipe y princesa ella misma de Guermantes…