De no ser por Pelé, que lo logró prácticamente sobre el pitido final, el fallecido mucho más popular que nos habría dejado 2022, habría sido el procés. Lejos de mi ánimo cotejar los dos fallecimientos, ya que si el brasileiro no logró mucho más que proveer alegría a lo largo de toda su historia, el catalán nos amargó desde su nacimiento hasta su óbito. Si los meto a los dos en exactamente la misma oración no es por equipararlos, cosa que merecería tarjeta roja directa, sino más bien para recalcar que –como afirmaba el poeta– lo nuestro es pasar, tanto da que seamos el rey del fútbol como el bufón de la política. Nada es eterno, para fortuna de los catalanes y desgracia de los brasileiros. Es a la desaparición de alguien en el momento en que se frecuenta llevar a cabo un cómputo de su historia, en el momento en que se resaltan sus logros y sus descalabros. De esta forma, los medios nos han repetido que O Rei ganó tres mundiales –el primero de ellos a los 17 años–, marcó mucho más de mil tantos y fue un portento, tanto físico como técnico. Del procés, en cambio, solo entendemos que puede ofrecer merced a los indultos y revisiones del Código Penal con que fué premiado por el Gobierno, por el hecho de que todo cuanto logró fue penas de prisión para muchos de sus líderes, esos que no tuvieron reflejos suficientes –o cara dura– para fugarse antes que los pillara la policía. Por lo relacionado a la independencia que parece ser procuraban a su peculiar forma, nada se conoce de ella, y está tan lejana como lo se encontraba en 2015. O sea, tan lejana como lo estuvo asimismo en 1945, en 1816 y en 1750 por poner tres datas a la suerte. Aun el presente president de la Generalitat anda estos días pidiendo un nuevo referéndum, de lo que se deduce que el que realizaron en 2017 fue mucho más falso que un billete de tres euros. Logró asimismo, eso hay que reconocérselo, hundir Cataluña, tanto económica como socialmente, lo que tiene su mérito, siendo como era una zona puntera en todos y cada uno de los sentidos. Al César lo que es del César. Eso no lo había logrado ninguno de los gobiernos que había tenido Cataluña previamente, y mira que los tuvo inútiles y también incompetentes con ganas. Una sociedad dividida, compañías que eligen instalarse en otros lares, retroceso económico y el prestigio por los suelos. Todo ello, en lugar de que sus promotores terminaran con sus huesos en la prisión. El catedrático italiano Carlo M. Cipolla, en su magnífico «Las leyes escenciales de la estupidez humana», define a la persona tonta como aquella que causa daño a otra persona o a un conjunto de individuos sin conseguir, al tiempo, un beneficio para sí. Absolutamente nadie comprende o puede argumentar por qué razón esta absurda criatura hace lo que hace, si no consigue beneficio alguno. No hay explicación ninguna: lo realiza por el hecho de que es imbécil. Llegados a este punto, alguien podría meditar que los líderes del procés encajan con perfección en la definición de tonto, aun diríase que tal palabra se inventó exactamente para ellos, que además de esto nunca han señalado por tener demasiadas luces. No nos precipitemos, por favor. El instructor Cipolla advierte que hay todavía otra gente que, con sus inverosímiles acciones, no solo ocasionan daño a otra gente, sino más bien asimismo a sí mismas. Esto es, no se satisfacen con efectuar actos que, perjudicando a el resto, no les suponen a ellos beneficio, sino ellos mismos van perjudicadas. Estas personas, mantiene Cipolla, forman parte al género de los superestúpidos. Hallar dañar a todos y cada uno de los catalanes y ganar con esto la prisión y la inhabilitación, está al alcance solo de los superestúpidos, no es suficiente con ser sencillamente imbécil. No podía ser de otro modo, líderes estúpidos los hubo en numerosos países, eso no posee ningún mérito. Cataluña, líder en tantas cosas, debía ofrecer un paso mucho más y disfrutar de líderes superestúpidos. Eso nos legó el difunto procés.